Tiza cuenta la historia de Robertito, un niño cualquiera cuyo crecimiento sigue el espectador en escena desde que a los 3 años empieza a ir a la escuela. Pero Robertito nunca sale al escenario. La obra entera se estructura sobre la alternancia de dos parejas: sus padres y sus profesores, que se dan el cambio en escena al ritmo de “We don’t need no education” de los Pink Floyd (detalle curioso que anticipa de manera provocadora temas que van emergiendo con el desarrollo de la obra).
La invisibilidad del pequeño protagonista parece ser la consecuencia de un exceso de expectativas que los padres ponen en él. Quizás Robertito un día llegue a ser europarlamentario o experto en Chéjov, o ejecutivo de IBM o, por qué no, ¡las tres cosas a la vez! Para eso hace falta una escuela privada con todo tipo de equipaje, incluso una piscina semi-olímpica y, por supuesto, un examen de acceso, más que nada para seleccionar a los niños de los otros, ya que no cabe ninguna duda en que el hijo es un genio. Mientras los años pasan, el niño está en la primaria y empieza a suspender: inglés, francés, alemán, y matemáticas. Las expectativas del principio van convirtiéndose en frustraciones que agudizan el conflicto de los padres contra la escuela y dentro de la pareja misma. La enseñanza parece estar modelada sobre los deseos abstractos de los padres, para reafirmarlos y nutrirlos, resultando así estéril a la hora de intervenir a través de la prometida instrucción personalizada. Lo revela expresamente el cinismo de Doña Covadonga, la profesora de más edad, desencantada y nostálgica de los viejos sistemas educativos: más concretos y efectivos, según ella, «con lo útil que era la tiza, que se la tirabas en la cabeza y se callaban en seguida». Cada fracaso del niño es un golpe para las proyecciones iniciales de los padres y, sin embargo, representa un paso hacia la conquista de visibilidad y la definición de su propia identidad. Eso induce a los padres a replantearse sus posiciones iniciales y hacerse más auténticos, valorando lo que tiene verdadera importancia, empezando por la forma de relacionarse entre ellos. La misma evolución se puede ver en los dos profesores que van a tener otra oportunidad para ejercer su papel educativo dentro de otro contexto.
Asombrosa es la interpretación de cada uno de los actores y actrices, todos muy jóvenes, por la espontaneidad con la que hacen estallar lo ridículo y sitúan bajo una luz cómica situaciones que en la vida cotidiana llevarían a la desesperación. Esa maestría se oye en las carcajadas que el público les devuelve. A través de la risa el espectador se libera de las tensiones en que todos nos reconocemos. Y a la vez esta risa tiene el poder de despertar un sentido crítico hacia muchas de las contradicciones presentes en nuestra sociedad, elemento éste que añade aún más valor a la obra.