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¿Qué forma tiene la felicidad? ¿Y si no es como nos habíamos imaginado? A veces parece que tenemos clara la idea de cómo tiene que ser nuestra vida y hacia donde estamos yendo; otras, nos sentimos perdidos y no nos reconocemos en el mismo mundo en el que nos hemos construido. En realidad, no sabemos si somos nosotros los que conducimos nuestra vida o si las cosas que hemos erigido alrededor son las que nos van conduciendo, y de repente todo se hace extraño. Nos vemos obligados entonces a replantear todo lo que hasta ese momento dábamos por supuesto, para darle un nuevo sentido, y reconciliarnos así con nuestra vida cotidiana.

Eso es lo que le pasa a cada uno de los personajes protagonistas de Felicidad, Gustavo y Ricardo (hermanos) y a sus respectivas parejas, Olivia y Ana, que, por una casualidad, se hallan pasar una noche juntos en Lisboa. Y como sucede a menudo,  es más fácil abrirse a los desconocidos, con los que no se tiene ninguna implicación, que a las personas que tenemos más cerca. Frente a la imposibilidad de comunicación entre los dos hermanos y a los pequeños muros internos entre las dos parejas, la situación hace que estallen y salgan a la luz todos esos aspectos de la vida cotidiana que «igual es normal que las cosas sean así, simplemente no pensaba que iban a ser así». El sueño del amor romántico y pasional de Olivia se contrapone con el poco tiempo que Gustavo dedica a la intimidad con ella. La ambición profesional y personal de Ana choca con su propio sentimiento de mediocridad por haberse quedado sin trabajo en Finlandia, y con la incapacidad de su pareja, Ricardo, para enfrentar cualquier circunstancia o discurso serio, sobre todo con respecto a una posible paternidad. La obra se desarrolla al ritmo de diálogos rápidos y breves que infunden vitalidad a las dos historias. Para ambas parejas la conversación es al mismo tiempo un juego de complicidad y humor compartido, y un “arma arrojadiza”: estas batallas verbales son, en realidad, el alimento necesario para que la relación se vaya fortaleciendo, según los rasgos típicos de la comedia romántica. La misma dinámica caracteriza la relación entre los dos hermanos, fluctuante entre alegre compañerismo que nutre las expectativas de volver a verse después de mucho tiempo, y la decepcionante realidad de no saber intercambiar más que palabras superficiales o de competición mordaz. Muy interesante y actual es también el enfrentamiento sucinto sobre temas como la maternidad o la crianza de los niños por las dos figuras femeninas.

Frecuentes son los momentos de tensión, de decepciones debidas a la ruptura del ideal de felicidad que se estaba persiguiendo. Pero más allá de esas circunstancias particulares, gracias a la increíble comicidad con la que está revestido cada momento dramático y la feliz intuición de una puesta en escena que ve a los actores cambiarse en escenario, grabarse y mirarse actuar recíprocamente a un lado de la escena principal, que hace que el espectador se sienta envuelto e indirectamente participe, se va perfilando un sentido de felicidad más impalpable y fugaz. Algo más parecido a un proceso continuo, hecho de luces y sombras, más que un alcance definitivo y absoluto. Algo dinámico y genuino que va asumiendo varias formas según la vida se va desarrollando, y que hay que aprender a atrapar tras sus metamorfosis; parecido a como recita la canción A Felicidade, puesta en la banda sonora: «La felicidad es como la pluma / que se va llevando el viento / vuela tan suavemente / pero tiene una vida breve / necesita que haya un viento constante».

Estaremos atentos a los Premios Max en los cuales Felicidad es finalista como “Mejor autoría revelación”. La obra, realizada por un equipo artístico-técnico compuesto por un 80% de mujeres (dirección, ayudantía de dirección, diseño de iluminación, vídeos, técnica de luces y sonido etc.) acredita la apuesta de los Teatros Luchana por trabajar y visibilizar el trabajo de las mujeres en el universo teatral español.

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