El término borderline significa literalmente línea de confín: un confín delimita la extensión de un territorio o de una propiedad. Los confines dividen el espacio, pero también pueden dividir a las personas, las ideas o los conceptos. Se vuelven así, confines mentales: invisibles pero robustas barreras que nos separan de lo ajeno. A menudo puede ser difícil sobrepasarlos. Y en los casos más extremos se erigen barreras para salvaguardarlos. Los confines también tienen la función de protegernos de las cosas que nos dan miedo. Nos dan seguridad, nos permiten saber exactamente lo que somos y cómo movernos en un territorio conocido.
Este es el caso del tejado en que Dolores, la chica protagonista de esta obra, única actriz en escena, pasa sus días en una completa y exaltada soledad. Sentada entre las tejas rojizas de la cubierta del edificio en el que vive, mira al mundo desde allí como si estuviera sentada sobre una silla giratoria que da a una pantalla de 360 grados. El movimiento continuo de la ciudad gravita alrededor de este lugar. Allí, más arriba de las luces de la urbe puede contar las estrellas y, lejos del trasiego, disfrutar del silencio. Dolores, a la vez espectadora y demiurgo, plasma lo que ve, construyendo historias y personajes. Binóculo en mano, espía la vida de las personas de su entorno criticando y categorizando sus hábitos cotidianos. Su mirada atraviesa las ventanas de los edificios de enfrente, hasta el salón de muebles antiguos de una señora mayor a quien han dejado sola; sigue por el piso de una pareja que se pelea diariamente; desciende hacia la gente de la calle hasta llegar al bar de abajo. Como pionera de un nuevo mundo va asignando nombres para mencionar las cosas, y señala con el dedo las que todavía no lo tienen. «En aquel edificio de allí está la señora Luisa, le pongo este nombre pero no tengo ni idea de cómo se llama». Todo esto lo sabemos gracias a una mosca, presencia muda que se ha atrevido a subir hasta allí, y que motiva el monólogo de Dolores. La relación con la mosca es el residuo de la necesidad de comunicación, de la urgencia de compartir una perspectiva, de identificarse con el otro. Quizá por eso mismo le asigna un nombre humano: «¡te llamaré Paqui!».
En este microcosmos ordenando a su manera, Dolores encuentra su identidad, y se siente libre y feliz. ¿Quizá todo eso sea un mundo efímero? ¿Y cuál no lo es? El espectador se compromete en aceptar la realidad creada por Dolores, seducido por la simpatía y perspicacia de este personaje egregiamente interpretado por Ángela Chica, aunque a medida de que la obra va desarrollándose se hace más acentuado el límite y la contradicción entre el tejado y el mundo, entre la lúcida crítica social y una misantropía psicótica, entre el individuo que sale de la masa que le hace sentir aún más solo y la efectiva marginalidad que una posición tan drástica comporta. La obra se desarrolla amenamente hasta un clímax de tensión.
Dolores es un personaje profundamente humano, que con sarcasmo personaliza el drama que a congrega a cada individuo en la búsqueda de su propia dimensión dentro de un mundo que a menudo parece inhóspito. Sin pretensión de dar un mensaje moral y con tono jocoso Mirona invita a reflexionar sobre el tejado desde el que cada uno ha elegido mirar al mundo.
Mirona está protagonizado por Ángela Chica Chica, (quien ya ha sido actriz protagonista en los Teatros Luchana en la obra “El laboratorio de los sueños”), con un texto de Paco Bernal y la dirección de Juan Vinuesa. La obra se puede ver cada domingo a las 20:00 en sala 1.